Esta vez, para bucear

Regreso a Asia junto a mi hermano Fermín. Él es veterano en las cosas del submarinismo, yo lo soy en el continente. Juntos nos sumergiremos en las azules aguas del golfo de Tailandia, en la isla de Ko Tao. Un paraíso terrenal, dicen... y marino.

domingo, 12 de abril de 2015

La última inmersión



Cambio de chip como de calcetines. La verdad es que, en contra de lo que pueda parecer, hago las transiciones entre viajes y vida cotidiana de manera poco traumática. Por eso hoy, cuando he llegado a casa, he besado a mi madre, he comido las endivias rellenas y el plato de canelones caseros que nos había preparado a mi hermano y a mí, y nos ha preguntado por el viaje, Bangkok, los tiburones de Ko Tao, o los edificios de Dubai, le he contestado como si hiciese años que estuve allí. En realidad fue ayer cuando admiraba las macroconstrucciones de la ciudad arábiga. Y después de siestear un poco y poner alguna lavadora, me he ido a corregir los exámenes que no me dio tiempo a revisar.

De momento, viajar no me deja resaca de las malas. Tengo la suerte de no dejar en los lugares que visito mi mente o mi corazón... soy más de llevarme a casa un poco de esos rincones sin caer en la melancolía. Si no, ¿cómo podría salir de casa una mañana de invierno fría y gris, con el moco asomando, si me obsesionase el hecho de que en ese momento, en algún paraíso terrenal, luce el sol y las olas del mar cristalinas acarician la arena blanca? Qué duro. No conviene. Es necesario cambiar el chip, insisto, no mirar hacia atrás sino, más al contrario, rodear en el mapa un futuro objetivo, un horizonte lejano que descubrir a la mínima oportunidad que se presente.


En mi mochila, esta vez han venido conmigo imágenes muy diferentes entre sí. Experiencias muy intensas concentradas en un breve espacio de tiempo -apenas una docena de días-. Por ejemplo, la pulcritud y enormidad de Dubai, sus lujos, sus desafíos a la naturaleza y a los límites de la arquitectura, la tormenta de arena que nos cegó en el primer minuto de viaje. Están en el macuto las ratas de Bangkok, sus olores, sus pagodas, sus bichos refritos, su vida nocturna electrizante, oscura y turbia. Y también el sosiego del mar del Sur de China, sus aguas transparentes, la vida que rebosa en sus fondos. Y el equipo de buceo, los protocolos de emergencia, el nitrógeno, la respiración profunda y pausada a 14 metros bajo el nivel del mar, la flotabilidad neutra. Está la gente de la escuela Pura Vida, nuestros amigos de Bilbao, Madrid, Cataluña, Colombia...  Y sobre todo está también mi camarada de viaje, mi hermano Fermín, con el que he estrenado aventura. Ayer cumplía 28 años tirado como un menesteroso en un aeropuerto. Y al final del día, aprovechando un desfase horario que nos regaló cinco horas, lo celebramos en Madrid con viejos amigos.


En fin, ahí queda el macuto, y unas pocas chinchetas más en un mapa que no se llena (y lo que le costará). Pero ahora lo que importa es que ya están corregidos los exámenes y planificada la semana. Proyectos, chavales, reuniones con padres, pasillos. Ese es mi próximo destino, tan intenso o más que los otros, y en el que nunca dejo de aprender y maravillarme. Cambio pues el blog por mi cuaderno de notas, el neopreno por la bata y, de nuevo, inmersión... ¡al agua patos!

Gracias por acompañarme. Hasta la próxima amigos.





jueves, 9 de abril de 2015

Ascenso a superficie


No hubo suerte y, pese a meternos al agua con el sol recién amanecido, no vimos tiburones. La visibilidad no era la mejor, y, pese a que sobrepasamos las boyas que indican cambio de profundidad, todo lo más fueron un par de barracudas y algún cardúmen de peces multicolor. Después del baño, hemos ido a almorzar con Ana, nuestra amiga de viaje. Una catalana aventurera y también bloggera. Que se bebe el mundo a tragos largos, sin importarle las heridas que le provocan sus andanzas, sea una quemadura o un mordisco de tiburón. Es jugadora de rugby profesional, y su próximo destino es Bali, antes de mudarse a Nueva Zelanda (más lejos no se puede ir) para jugar a lo que más le gusta. Si en algún momento encuentras un hueco, ya sabes que también tienes sitio en Pamplona por San Fermín.

Pero hoy la cosa ha sido de emprender el largo regreso. Como Frodo y Sam Sagaz. Primero ha sido el barco que nos ha sacado de la isla paradisíaca. Y, tras una singladura de tres horas hasta la península, nos esperaba puntual el autobús de dos pisos que nos llevaría hasta Bangkok. 



Nueve horas y media recorriendo las carreteras tailandesas de Sur a Norte, con algún bandazo y más de un sobresalto con tanta moto cruzándose sin mirar. He optado por evadirme un poco de la carretera (íbamos en primera fila) y me he refugiado en los tercios de Flandes con el audiolibro de "El Sol de Breda".

Y así, estamos en Bangkok, de nuevo molidos, aunque no tanto como en el viaje de ida. Nuestro hostel es bastante infecto. Y la ciudad rebosa de madrugada de una vida nocturna animada, hedionda, decadente. Lo mismo salen de una discoteca los ecos de una canción trallera a miles de vatios, como de una alcantarilla los chillidos de los millones de ratas que pueblan el subsuelo.



Ahora nos tomaremos una cervecita para cerrar el viaje y dar fin a la aventura. Por delante tenemos dos vuelos de 8 horas, con una noche en Dubai en medio, otra noche en Madrid y un viaje en tren hasta Pamplona.

En el buceo, antes de completar la salida a superficie después de bajar a más de nueve metros, es necesaria una parada de seguridad de 3 minutos a cinco metros. Para que el cuerpo expulse el nitrógeno de los tejidos. Creo que la vuelta al día a día no va a necesitar de esa parada. Como siempre me pasa, llega un punto en los viajes en que cambio el chip y me apetece coger la rutina del cole. Y como bien nos ha escrito mi abuela: ya nos vale, tenemos que volver contentos a trabajar. Pues eso, pilas cargadas y, en un par de días, "modo on". Salimos a superficie.


miércoles, 8 de abril de 2015

Ciao, Tortuga


Mañana quemaremos nuestras últimas horas en la isla. Nuestros amigos de Bilbao ya se han ido y nosotros partiremos a media tarde rumbo al autobús de diez horas que nos llevará a Bangkok para tomar el vuelo.

Hoy ha sido un día diferente. Hemos ido a conocer la cara Este de la isla. Ésta es montañosa y está cubierta por una densa selva tan sólo atravesada por estrechos caminos polvorientos cuajados de baches. Esos caminos hemos recorrido en una pickup subiendo y bajando cuestas imposibles para llegar hasta una minúscula cala paradisíaca.


En Tanote Bay, que es como se conoce a la playa, hemos cambiado la botella por el tubo y en unas rocas cercanas hemos podido observar de nuevo todo tipo de peces y gusanos marinos. Había algún trigger también. Y peces mariposa, que son monógamos, siempre nadan en pareja y cuando uno fallece el otro le guarda luto el resto de sus días. Durante un buen rato he estado jugueteando con unos peces negros que mordisqueaban mis pies mientras yo grababa la escena con mi camarita subacuática en plan Jacques Costeau. Por suerte no había plancton urticante, como en la inmersión de ayer. Hoy he amanecido con el brazo como si me hubieran devorado miles de mosquitos...


De vuelta a la aldea, hemos cenado con varios alumnos de Pura Vida a los que, como ya he dicho antes, hemos despedido porque tomaban su ferry esta misma noche. Mañana madrugaremos para bucear con tubo en Shark Bay, donde esperamos ver algún inofensivo escualo de punta negra. Sería un puntazo.

Y a las tres de la tarde  tomaremos nuestro barco y diremos adiós a un lugar del planeta de cuya existencia no sabía nada hace unos meses y del que, sin duda, me llevo un recuerdo especial.
Como siempre que abandono un lugar como este, pienso que lo más grande de este mundo tan enorme es que está lleno de rincones pequeños. Por eso viajo.

Hasta más ver, Isla Tortuga.


martes, 7 de abril de 2015

Mirar al mar


Ya soy buceador. Tengo el título y el carné. He superado las pruebas en mar abierto y el examen y teórico. De aquí a la eternidad podré bucear a una profundidad máxima de 18 metros. He obtenido el título de Open Water y la idea era comenzar mañana el Advanced. Sin embargo, una leve molestia en mi oído derecho aconseja darle un respiro de presiones y profundidades. No es nada, pero la prudencia manda. No hay prisa. Habrá sin duda ocasiones.

Aprovecharé los dos días que nos restan en la isla para visitar la superficie, hacer algo de kayak y disfrutar de la playa desde cuya orilla un mocoso más pequeño que su cebo intentaba pescar esta tarde.



Fermín hará una inmersión más con sus compañeros de curso para ver un pecio. Hoy ha tenido suerte: en un viaje en barco turístico por la isla que se antojaba anodino, han podido ver unos tiburones de arrecife que le han costado una pequeña quemadura en la espalda. Le ha merecido la pena.

Mi jornada de buceo ha sido la más intensa y excitante de los cuatro días. Nada más sumergirnos he tenido un pequeño contratiempo con mi regulador principal, que me ha obligado a utilizar el alternativo. Superada la prueba, hemos bajado a 13 metros y hemos podido observar un sinfín de seres: todos los peces de "Buscando a Nemo", incluido su protagonista, una morena, una raya moteada, meros, un pez globo y el temible Trigger o pez ballesta.

Es este un tipo grande y con malas pulgas, que ataca a los buceadores a la primera de cambio. Basta con bucear sobre su espacio psicológico para que arremeta a dentelladas contra el invasor. Y tiene unos dientes considerablemente fuertes. No te devorará, pero un susto así a un buceador inexperto puede derivar en un mal trago. Así pues, hemos desviado la trayectoria y lo hemos dejado a un lado sin mirarle a los ojos fijamente. Como el que atraviesa un gueto donde no es bienvenido y masca la tensión a cada paso.

Y así he salido a superficie, relajado, ingrávido, exultante. He cumplido el objetivo del viaje y estoy realmente satisfecho. Había que celebrarlo y todos los alumnos de la escuela Pura Vida nos hemos ventilado una paella con ingredientes tailandeses y aroma a nostalgia.

Creo que en la recta final de la aventura, mañana, cuando navegue en el kayak y otee el horizonte azul, miraré al misterioso reino marino con ojos diferentes. Con ojos de buceador.


lunes, 6 de abril de 2015

Tipos feos con sangre azul


No, la cosa no va hoy de príncipes ni nada por el estilo, ya verán a qué me refiero con el título...

El caso es que Fermín ya tiene su carné de buceador avanzado. Si todo va bien, yo conseguiré el mío de principiante mañana por la tarde. De hecho, ya noche cerrada en Ko Tao, ahora mismo me encuentro en un bar de la playa sorbiendo a ratos mi segunda soda y haciendo 40 ejercicios de tarea para preparar mi examen teórico de mañana. 

Mi hermano ha ido a cenar por ahí con los de su equipo de buceo, y supongo que celebrarán su titulación, pero yo mañana tengo la inmersión más importante... Estaré en el agua al filo de las siete de la mañana.


Hoy hemos descendido hasta los nueve metros y hemos completado la formación con ejercicios que simulaban diversas emergencias, tales como el agotamiento de oxígeno. Ahí volvía a ponerse de relieve la importancia de trabajar en equipo, con calma y tener confianza en tu compañero de buceo.

De hecho, hoy mismo, Fermín ha tenido que suministrar de su aire a su compañero, que, por sus condiciones físicas, había agotado el oxígeno de la botella mucho antes que los demás. Ha seguido el protocolo: ofrecer su regulador alternativo, asirse ambos del antebrazo y proceder a un ascenso calmo y sosegado hasta la parada de seguridad y luego hasta la superficie. Y ahora brindan con una cerveza.


En mi caso, todas las prácticas han ido perfectamente. Es por ello que hemos tenido luego un buen rato de buceo en el que hemos visto todo tipo de peces de colores, algunos de los cuales mordisqueaban mis piernas haciéndome cosquillas. También hemos avistado una enorme barracuda, de la cual conviene permanecer alejado para que no haga lo mismo con consecuencias de mayor calibre.

Acabado el buceo ya casi al anochecer, he optado por mover el bigote con unas viandas de las que expiden los vendedores ambulantes del puerto. Hay de todo, y casi todo frito y refrito: crustáceos, pollastres, mollejas de no sé qué ser, huevos en salmuera, rollitos picantes, peces secos... Todo salvo unas pechugas de pollo rebozadas -lo único que he osado deglutir- tan picante como el infierno. 

Pero lo que más me ha llamado la atención, ha sido un cangrejo que parecía un fósil viviente y cuyas huevas son una delicia para los aldeanos. Resulta que se llama cangrejo de herradura por su forma, aunque, como especie, está más cerca de los arácnidos. El animalico en cuestión se conserva igual que hace millones de años, es uno de los animales más antiguos que moran el planeta tierra y tiene una valiosísima sangre -de un raro color azul- para el mundo de la medicina, ¡que la utiliza incluso en misiones espaciales o en la investigación contra el SIDA!


En fin, un bicho interesante... Me daba pena verlo panza arriba y pasado por aceite hirviendo...

Voy a acabar los ejercicios pronto, y pronto iré a la cama. Mañana es el gran día y hay que madrugar. Todos hoy hablaban de lo genial que sería ver el codiciado tiburón ballena. Sin embargo yo, cuando bucee, estaré atento por si atisbo medio enterrado en la arena al bichejo este tan feo como noble. Y le haré una señal de respeto porque -vil injusticia- además de freirlo vivo, incluso le niegan el honor de aparecer en el manual de buceo que me estoy chapando.


domingo, 5 de abril de 2015

Bautismo de calma


Bueno, pues por fin he roto la barrera de la inquietud y me he sumergido de lleno en el reino de Neptuno. Mi bautismo de buceo ha sido increíble y mejor de lo esperado.

Siempre me han gustado los "protocolos" en determinadas actividades que conllevan un cierto peligro. Saber que si cumples una serie de normas y acciones concretas, el margen para el imprevisto es muy pequeño. El buceo es eso, además de muchas otras cosas.


Por la mañana mi equipo -tres chicas de Colombia y Madrid- y yo, hemos recibido una instrucción detallada del montaje, revisión y manejo del equipo: botella, chaleco, plomada, manómetro para la presión, profundímetro, regulador, máscara, aletas...

Todo ello lo hemos aprendido a manejar en mar abierto por la tarde, a poca profundidad y mediante unos ejercicios prácticos que incluían también las señas para comunicarse bajo el agua. Uno de los que más me ha gustado ha sido el de llenar las gafas de agua, e incluso perderlas, y aprender a ponérselas sin salir a superficie, vaciándolas posteriormente sujetando la parte superior, soplando fuerte por la nariz y mirando hacia arriba. Digo que me ha gustado porque era una de las pruebas a las que más temía, y que más suelen agobiar a los principiantes. Sin embargo, he superado la tarea considerablemente bien y todo gracias a dos cosas: el protocolo y, muy especialmente, la calma.



El buceo, como otros deportes de riesgo, te enseña a manejar situaciones estresantes controlando tus reacciones y miedos. Me lo comentaba hace unos días mi amigo y compañero en el cole Ángel Baigorri. Decía que sólo escalando se ha encontrado situaciones verdaderamente comprometidas, lo cual le ayuda a relativizar y afrontar con mente fría los problemas cotidianos. Esto es clave, no sólo bajo el agua o encaramado a una pared, sino en el día a día más común. De ahí, que me pareciese especialmente importante tener la experiencia y enfrentarla con paz.

Otra de las cosas que he aprendido hoy, y con la que me quedo de este deporte, es la solidaridad. En el agua eres uno sólo con tu pareja o tu equipo. Ellos velan por ti y tú por ellos, aquí no puede haber personalismos o decisiones unilaterales... Si a tu compañero le falta el aire, estás ahí para darle tu regulador de repuesto, si entra en pánico o tiene algún problema físico, de ti depende tranquilizarle y acompañarle en el ascenso para lograr un buen final.


Por otro lado, es cierto que la vida subacuática es fascinante. Ver a cientos de peces y crustáceos de todos los tamaños y colores bajo tu cuerpo aporta una sensación de ingravidez que tiene que ser lo más parecido a volar. No obstante, es un mundo extraño, al que no pertenecemos los hombres. Ya lo aprendí con creces el pasado verano en Menorca, cuando hice la travesía en kayak con Marco y Javi. 

Es por ello que hay que acercarse a él con humildad, respeto y precaución... Ha bastado que me despistase un segundo al ver cómo se escondían unas anémonas azules en una roca, para que perdiese flotabilidad neutra y acabase aterrizando en un fondo de coral que me ha dejado un leve recuerdo en las rodillas como aviso. Por suerte no había erizos (en ese metro cuadrado).

Y ahora atardece y apuro una soda en el muelle, pensando en estas cosas y viendo el barco de mi hermano alejarse para su práctica de buceo nocturno -como haré yo dentro de unos días-. Y observo el horizonte haciéndome una idea de cuánto me queda por aprender en el mar del Sur de China. Y en las inmensas ganas que tengo de ello.


sábado, 4 de abril de 2015

Isla Tortuga


Escribo desde el porche de nuestra cabaña, a escasos metros del mar del sur de la China, por fin en la isla de Koh Tao, llamada Isla Tortuga por su forma. Hace calor, pero una suave brisa procedente de la selva, nos refresca y aleja a los mosquitos.

Desembarcábamos al amanecer, somnolientos y agotados, después de una noche entera en autobús para cruzar el país de norte a sur, y un viaje en catamarán en cuya cubierta conseguimos reunir algunos minutos de sueño.



Ayer, la luna llena iluminaba el horizonte, y en Koh Phangan, una isla cercana, lo celebraban miles de extranjeros en una macrofiesta que arrasa con todo. No quisimos ir para no forzar la máquina, ni ver comprometidas nuestras primeras inmersiones, ya que hay que estar en óptimas condiciones para meterse debajo del agua.

Después de la ansiada ducha, y de dormir durante toda la mañana en una cama que competiría en dureza con el pavimento de un polideportivo, hemos playeado un poco. A las 16.00 tenía yo mi primera clase del Open Water Diver, con la empresa Pura Vida, regentada por españoles. Non han presentado el equipo y algunas normas básicas antes de las inmersiones de mañana. Fermín comienza mañana su curso Avanzado y creo que también voy a aprovechar para hacerlo yo, ya que tengo el tiempo y la oportunidad. Gracias, Jon, por el consejo.



Las playas son aquí blancas como el yeso y las aguas de un azul turquesa delicioso. Bañándome esta mañana he pisado un pepino de mar y he visto varios cabrachos junto a la orilla. Aquí los peces no se asustan de los humanos, lo cual promete ser sumamente interesante para mi bautismo marino en un fondo de coral.

Hay tiburones, pero son difíciles de ver. Una de las especies que abunda son los toro. Si alguno de los lectores habituales recuerda mi viaje a Centroamérica recordará que ya tuve mi encuentro con uno de ellos en la panameña isla de Coiba hace cuatro años. En aquella ocasión practicaba buceo con tubo y no llegó la sangre al mar, pero aún tengo sueños inquietantes con su presencia, la cual nunca llegué a ver.

Lo que me gustaría avistar es el misterioso tiburón ballena, lo cual es difícil pero no imposible. La época es perfecta.

En fin, esta noche, ya con la primera tarea hecha, me meto a la cama con cierto runrún estomacal, sabedor de que mañana cruzaré el umbral de un mundo desconocido e inquietante. Y el curso incluye una inmersión nocturna.

Pero para tranquilizarme, está mi hermano pequeño, que me lee unas líneas del manual mientras nos bebemos un gazpacho y comemos un pincho de tortilla... Sí, sí, lo que han leído. Mañana es un día importante y no queremos arriesgarnos con el Tailandés "no spicy" (que aquí significa "spicy") habiendo un restaurante español. Y especialmente cuando las fotos que nos ha enviado mi madre nos han despertado una cierta morriña de la patria lejana: hoy en San Esteban de Gormaz, toda la familia ha inaugurado la bodega y el vino que ha hecho mi padre con la excelente cosecha de mi tío Félix.



El manual dice así: "Cuando nos sumergimos a explorar la otra parte de nuestro mundo, nos damos cuenta de lo que nos hemos estado perdiendo (...) Al hacerlo nos reiremos de todos los temores y ansiedades que, antes del curso, teníamos ocultos en nuestra mente. (...) Mientras que antes temíamos un encuentro con un tiburón, ahora incluso no nos importa irnos a mares lejanos para aumentar las posibilidades de que eso ocurra."


viernes, 3 de abril de 2015

Favor de Buda


Si llevásemos dos semanas de viaje no estaríamos más cansados, hediondos y con peor cara.

Y sin embargo son nada más y nada menos que cuarenta y seis horas las que llevamos fuera de casa. La fatiga física -que no anímica- se explica exclusivamente por tres factores: la falta de sueño, las mochilas y el calor.

En las dos noches de avión y los tres usos horarios que llevamos acumulados ya, sólo hemos cerrado los ojos unas siete horas en total.

De ahí que hoy, al transitar Bangkok en tuk tuk, diéramos más de una cabezada, empapados en el sudor pegajoso de las zonas tropicales y en la polución de una urbe de dieciséis millones de almas.

La visita exprés a la ciudad ha sido muy provechosa, pero los nueve kilos a la espalda y los cuarenta grados de temperatura han hecho que nuestros cuerpecillos, recién salidos del invierno, se resintieran. De hecho, la tardanza en desayunar, me ha convertido en un ser irritable e irreflexivo que azuzado por el hambre, ha comprado a un vendedor ambulante una piña que estaba ya pelada. Cuando he regresado con el botín junto a mi hermano, este me ha recordado una de las reglas de oro del viajero que siempre cumplo a rajatabla: no comer nunca fruta que no pelas tú. Así que se la he regalado al chófer del tuk tuk y he mantenido mi ayuno un buen rato más.



No obstante, hemos mantenido el humor al cruzar el río Chao Praya, un lodazal infecto, aún más sucio que nuestras camisetas, para visitar el gran templo budista de Wat Arun, que estaba en restauración.

Después de trasegar unos noodles con pollo y filantro, nos hemos adentrado en el Palacio Real, engalanado para el cumpleaños de la princesa. Era mediodía y el termómetro reventaba a la sombra, así que hemos optado por cobijarnos en una pagoda chiquita y allí nos hemos quedado literalmente fritos.

He despertado después de malsoñar con tormentas de arena y budas risueños y con la sensación de estar ardiendo vivo. Y es que la sombra bajo la que yacía se había esfumado y el sol de Indochina no daba tregua.

La visita al palacio ha sido sumamente interesante, con sus enormes templos de vistosos colores y espejos engarzados. A las puertas de la residencia real, hacían guardia en posición de firmes sufridos soldados en uniforme colonial que aguantaban estoicamente a los miles de turistas chinos -miles, con miles de paraguas, miles de gritillos estridentes y miles de palos de selfie- que se retrataban junto a ellos.



Para terminar la visita de "cosas para ver", nos hemos acercado al monumental Buda recostado que descansa tras las murallas del palacio.

Al filo de las cinco de la tarde, y después de patear lo que no está escrito, ya sólo nos mantenía en pie la esperanza del mar azul y cristalino de Ko Tao, así que hemos optado por dirigirnos a la calle Khao San Road, conocida por su ambiente mochilero y donde está la agencia de autobuses que nos llevará al sur del país para tomar el ferry a la isla.



Total, el bus salía a las nueve de la noche, teníamos tiempo de dar un paseo, tomar algo y descansar después de tanto trajín.
Por pura curiosidad nos hemos pasado por la oficina y allí nos hemos encontrado con una sorpresa inesperada: resulta que por exceso de demanda, la compañía había decidido cambiar la hora de partida y adelantarla dos horas. Así que sólo los que primeros lleguen a la oficina tendrán sitio en el autobús. Y esos hemos sido nosotros dos.

Quizás ha sido Buda, siempre sonriente, el que nos ha echado un capote al vernos sudar la gota gorda con el petate a cuestas, sólo para ver su colosal ombligo.



De momento tenemos los billetes, números 7 y 8, así que, si todo va bien, mañana de madrugada estaremos cruzando el mar del sur de China rumbo a la isla de Ko Tao. Pero sobre todo, navegaremos rumbo a una ducha y una cama.



jueves, 2 de abril de 2015

Arena contra hormigón


El suelo del aeropuerto es un espejo.  Me reflejo en él mientras escribo esta entrada. Mi hermano prepara unas medias lunas con pechuga de pavo que nos endosó mi madre (por fortuna) a última hora. Jamón no pudo ser porque aquí meter puerco está prohibido. 

Llevamos día y medio de viaje y estamos reventados después de una larga noche en avión y la visita a Dubai. Sin embargo, nos consuela saber que la primera ducha y la primera cama que vamos a tocar en este viaje, está todavía a un vuelo, una visita de un día a Bangkok con la mochila a cuestas, una noche en autobús y un viaje en ferry: total, a sólo 48 horas. Llegaremos a Ko Tao como ecce homos (buen símil, dadas las fechas).



Estamos en la Terminal 3 del aeropuerto de Dubai. El resto de las infraestructuras de esta ciudad, surgida del petróleo y atrapada entre la sal del mar y la arena del desierto, es igual de pulcro y reluciente.  Los edificios pugnan por ser a cada cual más colosal en altura y forma, los monorraíles circulan sin conductor y reservan vagones exclusivos para mujeres o gente vip y por autopistas de cinco carriles, serpentean hammers y porches. 

Esta ciudad impresiona. No es de extrañar que a los visitantes les aqueje una especie de síndrome de Stendhal al meterse en sus monstruosos centros comerciales, ojear sus tiendas de lujo, o pasear por sus parques cuajados de lagos y cascadas. Todo es soberbio, ostentoso... y artificial. Todo salvo el té negro con leche que nos hemos tomado en una esquina del bazar, sentados sobre un tablón de madera. Bueno, salvo eso, y salvo el desierto.



Digo esto porque por poco nos quedamos sin ver la ciudad. Ya nos avisaba el comandante del avión poco antes de tomar tierra: "Estimados pasajeros, tenemos malas noticias". Una tormenta de arena de proporciones titánicas se había levantado en las dunas que rodean la ciudad y la había inundado de una nube densa y asfixiante que obligó al avión a dar varias vueltas antes de aterrizar.

Al salir del aeropuerto, el paisaje parecía sacado de alguna serie post-apocalíptica. No se distinguía nada a más de una veintena de metros, una atmósfera ocre nos cegaba y secaba narices y gargantas, y no había nadie por la calle. En la ciudad de los grandes panoramas, andábamos ahogados y a ciegas. Incluso se atisbaban seres extraños y enmascarados, algunos con sistemas tan particulares como el que adjunto más abajo.



Ni siquiera estando a los pies del hotel más alto del mundo, podíamos distinguir su silueta. Nada. Intentamos también visitar la célebre isla en forma de palmera, pero los barcos no salían debido al mal tiempo, y el tren que la recorre también había cerrado. 

Fatigados, con las pestañas  y el cabello arcillosos, sin poder seguir el plan por el que elegimos una escala tan larga, y con la sensación de amarga derrota en tierra infiel, tan sólo pudimos encontrar consuelo en aquellas dos tacitas de té sobre un viejo tablón rojo. El plan, después de deambular durante ocho horas con la sensación de haber visto únicamente una Morea a lo bestia, se había ido al carajo. Pero entonces, el viento nos concedió una tregua.
La calima desapareció por arte de magia y el naranja del cielo dio paso a un gris que, al filo del atardecer, volvió a ser azul.

Regresamos sobre nuestros pasos, cruzamos una entrada de mar en barca, tomamos el metro durante cuarenta minutos y caminamos veinte para contemplar por fin el skyline de la ciudad recortado sobre el horizonte. Allí estábamos, sentados a la sombra del Burj Khalifa, con sus 828 metros.

De vuelta al aeropuerto, ya de noche, vimos también los cientos, -miles-, de andamios y grúas que servirán para engendrar nuevos gigantes de hormigón y acero. Una burbuja urbanística monstruosa que dejaría en anécdota a la que nos llevó a la crisis en España. Y entre los hierros, transportados en autobuses cubiertos por el polvo del desierto, veíamos a los obreros. Miles de indios y pakistaníes que trabajaban con mascarilla durante la tormenta y lo hacían sin ella ahora que había pasado. Para lustrar sin pausa, con el sudor arenoso de sus frentes, la fastuosidad de los emires del oro negro. Una fastuosidad que no es nada, cuando se alían viento y arena.