Esta vez, para bucear

Regreso a Asia junto a mi hermano Fermín. Él es veterano en las cosas del submarinismo, yo lo soy en el continente. Juntos nos sumergiremos en las azules aguas del golfo de Tailandia, en la isla de Ko Tao. Un paraíso terrenal, dicen... y marino.

jueves, 2 de abril de 2015

Arena contra hormigón


El suelo del aeropuerto es un espejo.  Me reflejo en él mientras escribo esta entrada. Mi hermano prepara unas medias lunas con pechuga de pavo que nos endosó mi madre (por fortuna) a última hora. Jamón no pudo ser porque aquí meter puerco está prohibido. 

Llevamos día y medio de viaje y estamos reventados después de una larga noche en avión y la visita a Dubai. Sin embargo, nos consuela saber que la primera ducha y la primera cama que vamos a tocar en este viaje, está todavía a un vuelo, una visita de un día a Bangkok con la mochila a cuestas, una noche en autobús y un viaje en ferry: total, a sólo 48 horas. Llegaremos a Ko Tao como ecce homos (buen símil, dadas las fechas).



Estamos en la Terminal 3 del aeropuerto de Dubai. El resto de las infraestructuras de esta ciudad, surgida del petróleo y atrapada entre la sal del mar y la arena del desierto, es igual de pulcro y reluciente.  Los edificios pugnan por ser a cada cual más colosal en altura y forma, los monorraíles circulan sin conductor y reservan vagones exclusivos para mujeres o gente vip y por autopistas de cinco carriles, serpentean hammers y porches. 

Esta ciudad impresiona. No es de extrañar que a los visitantes les aqueje una especie de síndrome de Stendhal al meterse en sus monstruosos centros comerciales, ojear sus tiendas de lujo, o pasear por sus parques cuajados de lagos y cascadas. Todo es soberbio, ostentoso... y artificial. Todo salvo el té negro con leche que nos hemos tomado en una esquina del bazar, sentados sobre un tablón de madera. Bueno, salvo eso, y salvo el desierto.



Digo esto porque por poco nos quedamos sin ver la ciudad. Ya nos avisaba el comandante del avión poco antes de tomar tierra: "Estimados pasajeros, tenemos malas noticias". Una tormenta de arena de proporciones titánicas se había levantado en las dunas que rodean la ciudad y la había inundado de una nube densa y asfixiante que obligó al avión a dar varias vueltas antes de aterrizar.

Al salir del aeropuerto, el paisaje parecía sacado de alguna serie post-apocalíptica. No se distinguía nada a más de una veintena de metros, una atmósfera ocre nos cegaba y secaba narices y gargantas, y no había nadie por la calle. En la ciudad de los grandes panoramas, andábamos ahogados y a ciegas. Incluso se atisbaban seres extraños y enmascarados, algunos con sistemas tan particulares como el que adjunto más abajo.



Ni siquiera estando a los pies del hotel más alto del mundo, podíamos distinguir su silueta. Nada. Intentamos también visitar la célebre isla en forma de palmera, pero los barcos no salían debido al mal tiempo, y el tren que la recorre también había cerrado. 

Fatigados, con las pestañas  y el cabello arcillosos, sin poder seguir el plan por el que elegimos una escala tan larga, y con la sensación de amarga derrota en tierra infiel, tan sólo pudimos encontrar consuelo en aquellas dos tacitas de té sobre un viejo tablón rojo. El plan, después de deambular durante ocho horas con la sensación de haber visto únicamente una Morea a lo bestia, se había ido al carajo. Pero entonces, el viento nos concedió una tregua.
La calima desapareció por arte de magia y el naranja del cielo dio paso a un gris que, al filo del atardecer, volvió a ser azul.

Regresamos sobre nuestros pasos, cruzamos una entrada de mar en barca, tomamos el metro durante cuarenta minutos y caminamos veinte para contemplar por fin el skyline de la ciudad recortado sobre el horizonte. Allí estábamos, sentados a la sombra del Burj Khalifa, con sus 828 metros.

De vuelta al aeropuerto, ya de noche, vimos también los cientos, -miles-, de andamios y grúas que servirán para engendrar nuevos gigantes de hormigón y acero. Una burbuja urbanística monstruosa que dejaría en anécdota a la que nos llevó a la crisis en España. Y entre los hierros, transportados en autobuses cubiertos por el polvo del desierto, veíamos a los obreros. Miles de indios y pakistaníes que trabajaban con mascarilla durante la tormenta y lo hacían sin ella ahora que había pasado. Para lustrar sin pausa, con el sudor arenoso de sus frentes, la fastuosidad de los emires del oro negro. Una fastuosidad que no es nada, cuando se alían viento y arena.




1 comentario:

  1. ¡Vaya, vaya! Así que habéis aprendido a morder el polvo, ¿eh?. Aunque os parezca que habéis perdido unas horas sin ver nada, habéis visto algo que aquí no se suele ver más que alguna vez por la tele: una tormenta de arena. Aquí, de acuerdo con el viejo (y ya desaparecido por falto de sentido) dicho de los tres jueves que en el año relucen más que el sol, hemos tenido un cielo muy azul y un sol magnífico, lo que va en contra de la costumbre de "casi siempre" de lluvias y procesiones suspendidas en esta Semana. Seguimos en contacto. Saludos de las Rubias y de la compaña.

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